Cultura de la extensión
- Andres Martinez
- 25 oct 2019
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 1 jul 2020
La retórica como un fin en sí mismo es una práctica tan inoficiosa como sobrevalorada en nuestra cultura hispanoamericana, peor aun en la profesión de abogado. No solemos ser ejecutivos.
La obligación de motivar los actos administrativos y las sentencias judiciales, conduce a excesos como introducir en ellos extensas citas de antecedentes y normas jurídicas –a menudo impertinentes-, lo que contrasta con la simpleza de similares actos en otros sistemas, que no por ser concisos son menos elocuentes, efectivos y eficaces.
Las empresas extranjeras tropiezan con esta elefantiasis organizacional ecuatoriana. Como nuestra mentalidad difícilmente concibe que lo importante sí puede ser breve y expedito, resulta que ejercer una actividad económica privada en un sector medianamente regulado, requiere de varias autorizaciones del poder público que toman su tiempo.
Así por ejemplo, una empresa de seguros que quiere operar en el país, no puede empezar a vender una póliza ni facturar medio centavo, sino después de más de un año de constituida su filial. La razón es que la sola fundación y registro de la compañía no la faculta para emitir pólizas. Luego del registro (no sólo el mercantil, sino también como contribuyente, además de los debidos permisos municipales), debe tramitar la autorización para operar, y, después, obtener la aprobación del material de suscripción (pólizas y anexos). Todo eso está en la ley, ni siquiera en regulaciones de menor rango.
Sabemos que el tiempo que toma establecer un negocio en un país constituye un elemento de análisis y evaluación de su competitividad. Lo curioso y lo cierto es que para superarnos no basta con decisiones políticas o reformas regulatorias. Detrás, elementos culturales, sesgos y modelos mentales muy bien arraigados en nosotros.
En mi ejercicio profesional, he visto cómo los clientes aprecian el trabajo cuando es materialmente extenso. (Los clientes más inteligentes son la excepción).
Al redactar un contrato, los abogados suelen incluir cláusulas que son copia de lo que la ley dice, seguramente porque los clientes pensarán que es mejor abogado por lo extenso y dizque acucioso del resultado material.
Valoramos la dilatación, los ambages, la extensión de las tareas como directamente proporcionales a su importancia o eficacia, sin comprender cómo el desperdicio del tiempo y otros recursos puede llegar a exasperar a otros.
En nuestro país nos parece risible que en las invitaciones a celebraciones por parte de las misiones diplomáticas estadounidenses, se indique hora de inicio y también hora de finalización.
En ambientes de trabajo, cuando nos convocan a una reunión, pocos nos atrevemos a que se nos precise la hora en que va a terminar. Presumimos que exigimos puntualidad para el inicio, pero casi nadie da importancia a finalizar a tiempo. Pocos reparan en que si no sabemos la hora en que la reunión va a terminar, no se puede ofrecer estar puntual para la siguiente reunión.
Así, un discurso es mejor porque es más extenso, o porque contiene más adjetivos. Se elogia a un futbolista por sus amagues y habilidad, pero no por su claridad en aportar a conseguir un gol. Un informe (jurídico) es mejor porque tiene 100 páginas de bla bla bla, y no por el valor y utilidad de la información. Una reunión de trabajo es más importante porque dura más.
Recuerdo en la universidad cuando un profesor contaba que sus clientes se molestaban por los honorarios que cobraba, bajo la excusa de “… ¡doctor, pero si sólo es media página que usted ha escrito!” No ponderan, nos explicaba, la investigación, el estudio y análisis invertidos, ni la experiencia que respaldan aquella media página.
También en la universidad, en mi primer año de estudios el profesor de Introducción al Derecho me encargó un resumen de dos capítulos del libro que usaba como guía en la asignatura. En la siguiente clase le entregué la tarea, y él, sin leer ni medio renglón, hojeó el fajo que tendría unas seis páginas y exclamó: “¡Pobre, muy pobre trabajo. Debes hacer mínimo veinte páginas! Hazlo de nuevo y tráemelo la próxima clase”. Y así lo hice, y así me formé.
En otro país, de distinta cultura, donde estudié un posgrado, las tareas tenían límite de extensión. Había que hacer papers de máximo 2 páginas, digamos, sobre la base de lecturas extensísimas e información abundante. Era un reto a la capacidad de síntesis. Aprendimos a hacer trampa, escribiendo a espacio seguido, en letra pequeña, y con márgenes estrechos. En respuesta, más de un profesor limitó el tamaño de la letra, espacios y márgenes, bajo la advertencia de que no leerían una palabra más en exceso de lo regulado, pues se tendría como inexistente.
He bautizado como ‘cultura[1] de la extensión’ a nuestra mala costumbre de valorar las tareas por el tamaño material (en volumen y tiempo) del resultado, y no por su eficacia.
[1] La palabra cultura en su acepción no científica
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